miércoles, 24 de diciembre de 2014

El derroche de reloj y máquina de coser adheridos a un corto trance perturbado por el brillo tenue de los siete royos de papel higiénico que ocupan mi corazón cuando trabajo, escucho los muchos o enmudezco en cualquier parte sin ser todas las partes.
Lo peor es que mi boca sabe a alcohol de quemar y el sabor de la saliva no se orienta en la dirección de unos párpados anónimos, en la dirección de oriente y carretera o cúmulos de galaxias, de estrellas en el otro país que han visto tus ojos cuando desde el espejo me mirabas y te quitabas el maquillaje.
El alquitrán y la nube desesperan, despegan el pegamento a la tierra, el humilde resguardo de mi angustia mimada de pájaros volando en la tarde de un agosto, primavera, verano, otoño e invierno, lo que sea.
Y quemo los dedos, las manos, los pies, la boca. Porque sí. Los quema alguien. Pero yo. Pero alguien. Pero yo. Les dejo abrir latas de conservas y partir piñas. Que no. Que sí. Nada se quema. Que no. Todo es materia.
No entiendo la sombra de una mesa reflejada en el cuarto azulejo  en la línea del hormigón flaco, la famélica costumbre de la madera y el silencio intranquilo de las mañanas.
El absurdo parche del ojo derecho de un hombre que sabe, de esos que saben mucho, de esos que saben todo. No entiendo su lenguaje de plástico, los colegios de PVC o el cuadrado eterno en el pupitre utilísimo como la utilidad de los hechos y la mendicidad y la disciplina férrea del inculcador. Las ciencias mecánicas y el por qué sí del porque sí del por los siglos de los siglos de lo de siempre, lo de hace doscientos años.  Porque yo lo digo, porque mi mediocridad así lo quiere. Porque tengo opiniones para toooooooooooooooooooooooooooddddddddddddddddddddddddddddddoooooooooooooooooo.
Y entero citan del tirón la cien veces la ciencia de la bufanda y tanga del revés, del maestro mecánico (que no mecánica de coches o de aviones), mecánica como forma de vida, como putas máquinas arrojando al embalse del Ebro unas cursis cartas de amor adolescente creyéndose Don Quijote enamorado de Santa Panza.
 Queriendo, quiero, ¡quería! ver lunas donde brotaban flores de cardo en el estiércol de cola y pasta de papel y me junté con la gente que sonreía, los que se previenen de la gente “tóxica” por supuesto en la contrarreforma eclesiástica divina del orden Santuario de no creer en nada.
Y así pasaron los años. Navegando, sin navegar. Quieto y “a la deriva” como la letra de una canción de rock Kalimochero.
 Siendo Cenicienta según el test de Facebook de las princesas Disney, mirando tras la ventana la forma de un águila, bella en el aire, observando, acechando y lanzándose contra el ratón. O la multitud de gaviotas reflejadas en el agua, brillando el sol en la bahía, sintiendo las olas estrellarse contra el dique, el olor salino, el mar, y viéndolas comer peces y destripar palomas.