Estoy en el
territorio amplio donde no existimos.
Brotan vástagos
incorregibles de la llanura del olmo,
los pies
mordidos por su silencio.
Sus
criaturas en sombra cantan sin nombre de ave escrita,
sin dedo que
señale la vastedad en los ojos.
Ángeles que
truenan la tierra
y caminos y cielos y rayos,
comienza la lluvia.
Alguien
parpadea por primera vez,
mientras
gotas enormes resbalan a través de su cara,
cae el agua
como la levedad de un absoluto,
por primera
vez se reconoce la piel ajena,
una forma difuminada
por el tacto del agua
la lógica de
los párpados o la extrañeza de evadirnos entre dos cruces
deseando la
mano de Dios,
las
respuestas inválidas de la coherencia.
Ahora que el
amor es solo la pista de un rostro recién escrito,
¿Qué hará la
cara con su enorme imagen de lluvia?
¿Verá en el
reflejo el primer reconocimiento de saberse?
¿La primera
necesidad de emitir un nombre?
¿Pintará
sobre la tierra el color del cielo?
¿Olerá? ¿Escuchará la lluvia con el sabor del idioma?
Nace de la
terrible necesidad del origen
un juego de
fichas como piedras, en el límite de saberse reflejados
sobre la
servil laguna de lluvias torrenciales,
de mares, de
océanos.
De la línea
del horizonte nace
la lentitud
del firmamento, la primera arista de una casa,
el material
con que dibujar las letras de la palabra.
Del nombre
nacerá la norma
y sobre las
piedras se inventará la regla,
se
dispondrán montículos como templos de muerte
se condecoraran
los ancestros, los orígenes del olmo,
la primera
inexistencia.
Del nombre
nacerá el sentido de verse dominado por la mano errante
que disponga
la ley, las piedras con sentido
o el agua
borrando las trayectorias en la virtud del comienzo.
Del nombre y
de las leyes se dispondrán montículos
e
indicadores de caminos, como lugares
que en mitad
de una avenida, en cualquier gasolinera deshabitada
en una librería o en un café,
en los
espejos, en los viejos bloques con piscina,
en la
anciana que derrama lágrimas por las noches,
en los
pasillos del colegio, en una cancha, en un tatami de Karate,
en la
primera dársena de una estación de autobuses,
en un patio
deshabitado, en las noches de San Juan,
en la voz de
un niño,
en las
flores enterradas de un animal salvaje,
aparecerán
como señales que disponemos en nuestra partida.
Veo la
inexistencia
ahora que
las bestias ladran en silencio.
De la
evasión y el grito,
en la
llanura del olmo,
nuestras
pieles siempre carecieron de origen.