jueves, 10 de marzo de 2016

Autoayuda.

LAS SALAS del hospital
se erguían ante nosotros.
Vigilabas la luz amarillenta del pasillo,
y mientras tú,
veinte y veintidós años antes
con las piernas pequeñas
mostrabas tu mirada inocente en lo que te rodeaba,

las cajas con jeringuillas
que para ti eran pistolas de agua,
la mesa camilla donde Batman peleaba con un Playmovil,
la lámpara que iluminaba la sala de estar de las enfermeras.
Ahora, miras ese recuerdo,
frágil pero presente,
con un silencio breve en las caricias,
ves el peligro de la sala en la que no te dejaban entrar
porque aún no podías conocer la muerte.
Mi madre, veinte años antes era enfermera
y yo permanecía sentado
esperando a que saliese de trabajar.
Sus compañeras,
despertaban en el yo de niño los primeros apetitos de vida
y así la vida de la infancia
y la muerte al otro lado de la sala,
esparcían una a una sus caras en el principio.
Ahora,
que puedo pensar por dentro de los recuerdos
me veo como entonces,
aunque parezca inhumano o inocente
recuerdo que quizás haya que ignorar ciertas cosas.
Los cristales hacen de defensa contra los paracaidistas 
que baten su alma por los ejes de hierro y los pasillos tenuemente iluminados.
Las caras son verdes y los ojos pasajeros son verdes, 
paracaidistas que deslizan su alma entre los asientos
donde rostros piden paciencia, donde el ser humano se ha vuelto cobarde
y yo miro las páginas, escucho conversaciones, leo sentado
de vez en cuando apoyo mi cabeza contra el ventanal,
miro la noche impersonal caer, miro la lluvia, la palabra lluvia
y me creo testigo últimamente de autobuses nocturnos.
Tengo miedo a que el conductor se duerma y estrelle la masa de hierros contra el badén,
miro la lluvia violenta, lluvia con rostro de asesino,
lluvia como balas, infinita, y después con mi cara helada puesta sobre el cristal,
siento los golpes del granizo y la resistencia del autobús, la soledad de las paradas.
Es inevitable no sentirse solo, porque el hombre no tiene dinero,
porque la mujer borracha tampoco tiene dinero y promete que su hermano
le pagará, y el conductor grita y ella grita más,
hasta que las bocas se convierten en soledades,
hasta que los cuerpos y las manos quiebren el fémur y el aire hueco choque contra ellos.
Mi mano toca la ventana y el granizo casi entra
en un espacio en el que el vaho empaña las gargantas y la calefacción ahoga las flemas,
en un espacio habitado por ruido de averías y lentitudes opacas.
Discusiones reflejo de todas las discusiones,
olvido y quimera, sombra de porcelana.
Que fácil es domar al hombre cuando ya está domado,
que fácil es domar a la especie,
la mujer alcohólica y el conductor autómata,
(si usted me grita yo grito, si usted se calla yo me callo)
y ella sonriente con un pañuelo se seca las lágrimas.
Solo una gota de esperanza se derrama cuando ves por primera vez en el trayecto
el reflejo de la costa y el mar oscuro que parece muerto, y sin embargo a lo lejos
la claridad amanece y yo leo y paso las páginas,
mis oídos están olvidados y yo te invito, forma lejana de luz, a que ilumines con el corazón mi alba.