miércoles, 11 de marzo de 2015

-¿No dices nada?
-¿Qué quieres que diga?
-No sé, no creo que sea momento para estarse callados.
Piensa en la carretera. Un nudo en el cristal. Un nudo de corbata. Sí. Pienso. Allí a lo lejos. ¿Qué es? Acaban de cortar la emisión en la tele. ¿Por qué? Hijos de un Saturno acechando el río. Eso es. Un cielo negro de tormenta. Las gotas de lluvia chocando contra las paredes. Me aprieta mucho el nudo de la corbata. Contra las paredes de cristal gotea una a una hasta que se pierden en la carretera. Una. ¡Ahí va! Otra. Incesantes. Incomprensibles. Piensa en la carretera.
El autobús caminaba habilidosamente zarandeando alrededor de los eriales, en una carretera tan precaria que hasta el conductor más sagaz podría tener un accidente. Transcurre por debajo del poste de alta tensión y en la soledad de la región, en el páramo, un motor ruge, motor viejo y ronco, constante, un ruido del ventilador y toda su maquinaria oxidada. Dentro él mira y permanece callado.
-Mírala. Está llorando.
Gira la cabeza. Sí. Está llorando. Cuatro asientos más atrás.
-¡Dios!
Se levanta y torpemente atraviesa el pasillo. Y a mí que me importa. Que llore todo lo que quiera. No es mi problema. Las gotas de lluvia. Otra. ¡Ahí va! Y otra. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Y qué me va a decir? No sé. No lo sé. Me siento sensible. Y entonces. Sí. Puede ser una oportunidad. Decía el hermano de Mario que ya la había perdido.
-Laura. ¿Estás bien?
Ojos vidriosos. Le mira tras las gafas. ¿Qué le pasará? En el fondo me da pena. Está buena. No sabes lo que me apetece besarte. Luego en el albergue. Dios. La corbata como me aprieta. Maldito colegio. Voy a quitármela. Me da igual la monja. Minifalda reglamentaria de cuadros. Le queda tremendamente bien. Otra ¡Ahí va!
-Laura. Ey. ¿Qué te pasa? Venga dame un abrazo.
El cuello caliente. Sus lágrimas rozando. Huele a sal y ¡otra! Ahí va. Se abraza más. Dos bultos. Tres. Mmmm. Mejor no. Ella habla. Escucho.
-Pues no lo sé. Todo en general. Snif. Snif. No me entiendo. Snif. No sé lo que me pasa. Gracias Esteban. Gracias por abrazarme. Siempre te he apreciado mucho
Le toma la mano. La acaricia. Sus dedos pasando lentamente por los dedos de ella. Otra ¡Ahí va! Venga. Hazlo. Es el momento. Que pasa. Joder. Venga tío. Venga. Ya.
Siente sus labios rozando, labios carnosos y una lengua poco a poco entrar, un calor extraño subir en el estómago, su nariz rozando, más cerca, entrar, nervios, no se oye nada.
-¡Ehhhh! Se están liandoo. Jajajaj.
-¿Cómo que se están liando? ¿Quiénes? ¡Dios mío! ¡Esteban! ¡Laura!
El payaso de Mario. Claro como su hermano ya tiene a quien quiera. La quiero. La quiero de verdad. Maldita monja. Para ella es Pecado. Nos coartan. La belleza del pájaro y la monja gritando. Brotan sentimientos extraños. Su solemnidad huele a rosario y a cera. Dios. Que es esto. El suelo tiembla. Dios. Caigo contra Laura y ella no se aparta. Se deja tocar. La monja cae contra los asientos de en frente. Sin querer le acaricio un pezón sobre la camiseta y ella se hace la tonta. ¿De verdad está habiendo un terremoto? Es repugnante el olor que sube de las cisternas meciéndose. La monja se ha caído en mitad del temblor. Ella y yo. Los dos juntos.
-Se está equivocando. Señora. Se lo juro por lo más sagrado. Por todas mis creencias. Mario se ha confundido. Ella se encontraba mal porque murió la pasada noche su perro, necesita un buen amigo a su lado y le he tenido que dar un abrazo. Sin ninguna maldad. De verdad.
Le mira con ojos sospechosos. Pongo la mejor cara que sé.
-De verdad. Mi perro Lucas murió anoche. Solo gracias a Esteban puedo superar este mal trago.
-¡Hay! Hija mía. No sabía nada. Sí, sí, podéis quedaros juntos. La amistad en estas edades es muy importante.
De pronto, acto seguido, la poca calma que pudo sentirse en las palabras de paz que ambos tuvieron con la monja se ve transformada en tormenta unos asientos más atrás.
-¡Maldita sea! ¡Ese reloj es mío! ¡Devuélvemelo! ¡Gilipollas!
-¡Tu madre!
Todos a coro.
-¡Peeleea! ¡Peeleea! ¡Peeleea! ¡Peeleea!
-¡Eh! ¡Eh! ¡Chicos! ¡Vamos! ¡No os peguéis!
Acercándose torpemente a lo largo del pasillo intenta lidiar sin éxito con la pelea, rompiendo en sollozos, llevándose la mano al pelo, chillando en una voz tan aguda que en ciertos momentos se confunde con el gallo, perturbando los tímpanos, provocando la risa de más de un alumno que repite con aspavientos de gallina, mientras estalla en carcajadas, los gestos de la monja.
Una gota. Ahí va. Torpeza. Y si pudiese caer. Otra vez. ¿Por qué llorará? La mira preciosa en el asiento de la izquierda, con las piernas cubiertas por las medias, el pelo un poco revuelto, erigiéndose en mitad de su cara dos ojos cristalinos como esa otra gota. Realmente son monótonas. Otra y otra y otra. Cada vez llueve más fuerte Creo que alguien me contó la historia del reloj. No solía llegar a la hora. Su padre sí que la dejaba a las ocho en punto en la puerta del colegio. Laura aparecía a y diez o incluso podían dar y veinte. La monja siempre miraba el reloj. Siempre. Anotaba con gesto de desaprobación sobre el blog del pupitre la tardanza. Enmudecía. Nunca preguntaba. Nunca amenazaba. Antes de ayer sus padres vinieron a hablar con ella.
La monja empieza a susurrar con gesto de loca.
-Es inútil. Es inútil. Me va a dar algo.
Él, desde el asiento, se gira y ve la imagen de la monja enloqueciendo. Se atreve a hablar.
-Mírala. Me da pena en el fondo.
-A mí no. No es más que una monja.

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