domingo, 19 de octubre de 2014

Cine.

Alguien había pedido un zumo de pomelo con un toque de ron. Se trataba de un tipo con lentes, vestido de traje. Era alto. Sus ojos poseían la clase de ironía que tienen algunos cuando han superado los cuarenta. El cinismo se representaba tras las gafas dando un aspecto entre calavera e intelectual. Cuando bebió un sorbo del zumo de pomelo pronunció.
-Dios que riqueza.
Afuera llovía con amargura. En la calle golpeaban una tras otra las gotas de agua formando charcos grises. De vez en cuando una ráfaga de viento hacía golpear las gotas contra los cristales del bar. Sonó la campanita de la puerta de entrada y apareció un hombre de unos cincuenta y cinco años envuelto en un chaquetón negro. Miraba hacia abajo. No saludó a nadie. Se limitó a sentarse en la barra y a pedir un café solo y un whiskey con hielo. El camarero le sirvió al instante lo que había pedido y con voz ronca le agradeció el servicio. De repente, se escuchó un trueno que hizo vibrar la mampara de la puerta del baño. El bar en sí tenía el aspecto de esos locales de montaña. Las paredes eran de madera. Había mesas en el centro de la instancia y los baños se situaban en frente de la puerta de entrada. La barra recorría la mitad derecha. Estaba muy poco iluminado. Era más bien oscuro y gris, reflejo de las nubes.
 -Parece que te has metido donde te llaman. ¿Verdad Billy?
El hombre de traje y gafas llamado Billy le mira. Traga saliva y vuelve a quedarse fijo en el vaso. Dando vueltas con la pajita el hielo de la copa.
            -La otra noche, en el local de Munrow. ¿No te acuerdas?
Pronuncia una palabra tras otras arrastrando las sílabas. La voz del viejo es muy ronca y grave. Saca un cigarro Winston y se lo mete entre los dientes. Con  un encendedor de gasolina consigue echar el humo por la boca sin quitarse el cigarro de los labios. Gira la cabeza y mientras golpea la punta del cigarro sobre el cenicero mira fijamente a Billy.
            -Con los muchachos no se juega Billy. Con los muchachos no se juega.
Billy se rasca la cabeza repetidas veces. Pasándose la mano por la frente. Suda. Su pierna tiembla. Ni siquiera se atreve a mirar al hombre sentado a su izquierda.  En el bolsillo del abrigo colgado en la percha guarda un revolver cargado, pero la percha se encuentra demasiado lejos de donde está sentado. Para cuando quiera llegar ya estará muerto.
            -¿Es cierto? ¿Qué te intentaste tirar a la hija del jefe?
Intenta pensar. Pero no puede. Por su mente pasan veinte mil pensamientos por segundo. Se vuelve a rascar la cabeza y ahora son las dos piernas las que tiemblan.
            -Lucas… Estaba borracho… Ya sabes que me vuelvo muy tonto cuando bebo. Si hay alguna forma de decirle lo siento… Al jefe.  ¡Dios! ¡Lo siento joder!
Tiembla la voz. Su cara está pálida. Los ojos miran hacia todas partes. Está a punto de echarse a llorar. Intenta sostener el nudo en la garganta. No sabe lo que hacer con sus manos. Se coloca la montura de las gafas. Se muerde las uñas. El camarero mira la imagen sin decir una sola palabra. Hay otros tres hombres jugando a las cartas en una mesa del fondo. Lucas apaga el cigarro y permanece unos instantes callado. El local queda profundamente en silencio. Se escucha la lluvia caer en la calle.
            -¡Demonios coronados! Claro hombre. No te asustes. Que no te va a pasar nada. Solo querían darte una lección. Ven aquí muchacho. Toma lo que quieras. Chico.
Se dirige al camarero.
            -Ponle otra copa al chaval. Otro de esos.
Le sirvió el zumo de pomelo con toque de ron.
            -A ver qué tal sabe esto. 
Lo prueba antes de que Billy ni siquiera lo haya cogido. Sigue nervioso. Retumba de nuevo la cristalera del baño por un trueno.
            -¡Coño! ¡Esto está cojonudo!
Mira a Billy y le sonríe. Es una sonrisa poco creíble. Fría igual que la sonrisa de un muerto.
-Parece que cae fuerte ¡Eh! Bueno yo me marcho que tengo cosas que hacer. ¡No te quedes así hombre que era una broma! Ya está solucionado todo.
Se dirige a la puerta y se sube el cuello del abrigo hasta media cara.  Antes de salir y hacer sonar la campanilla de nuevo mira al camarero.
            -¡Bueno Mike! Que paséis buena tarde.
Se cierra la puerta chirriando la bisagra hasta que la campanilla deja de sonar.
            -Cre… Cre… Creo que… que… ¡Joder! Creo que me voy.
El camarero le mira ir nervioso a coger el abrigo y después le sigue con la mirada hasta que se adentra en el baño. Tras sonar la cadena vuelve a salir y trata de encender un cigarro con manos temblorosas.
            -¡Mierda!
Se le cae el mechero y el cigarro de lo que le tiemblan las manos.
            -¿Alguien hace el favor de encenderme un cigarro?
Grita en lugar de pedir las cosas con la educación que normalmente suele mostrar. El camarero lo enciende tras la barra y se lo da. Se dirige hacia la puerta sin decir adiós. Cierra de un portazo, haciendo retumbar los cristales. El silencio en el local es absoluto. Todos permanecen con los labios sellados.  Todos se miran. Pasan veinte segundos que podrían interpretarse como horas. Nadie se atreve a abrir la boca. Nadie. Ni siquiera el tipo valiente que va ganando la partida de póquer.
De pronto, un ruido seco se escucha en la calle. Al principio no saben que es. Ha sido demasiado breve y seco como para tratarse de un trueno.
            -Pobre chico.
Lo miran tras la puerta tendido en el suelo, sobre un charco de sangre cubriendo el cemento. La lluvia le golpea la cara y se ven las gotitas mezcladas con un hilo rojo oscuro resbalar por su cabeza.

            -Sí. Pobre chico. 

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