domingo, 19 de octubre de 2014

Un lugar, una señora y unas bolsas de plástico.

Anoche bajé por las escaleras mecánicas. En frente mío está el plátano (árbol) y a su derecha una señora y me mira y yo la miro, y de repente se ponen en marcha. El vientecillo de la corriente que se cuela entre las dos calles roza mi pelo y yo apoyo mis manos en la barandilla. Siempre pienso en gérmenes saltando por la piel cuando la goma negra toca mi mano, siempre. Mi madre me lo decía una y otra vez, no toques la barandilla, o lávate las manos y desde entonces tengo una sensación mala cada vez que toco la barandilla eléctrica, como de suciedad.
Es bonito el viento sur, todos los años cuando se acerca septiembre una ráfaga señala la llegada del tiempo oscuro y a la vez trae un olor a verano, arrastra las bolsas de pipas y las hojas y saca a los locos de sus casas para hablar en voz alta de cosas sin sentido. Las escaleras se paran, miro como una rama de plátano se rompe y cae en mitad de la avenida. Debe de ser la última hora. Subo andando y mientras subo pienso en el dolor que produciría caer y golpearse la espinilla con el borde metálico del peldaño. Al llegar arriba saco las llaves del coche y entro en el Seat arosa. El otro día sin querer, debido a un movimiento involuntario y absurdo, cuando hablaba por teléfono, metí la llave en el cenicero y soltó tal chispazo que hizo que se bajaran los plomos de la batería. Pongo música en el móvil y noto como se me descarga la cabeza. Es el maldito viento sur. A la vez reconozco que me inspira, acelera mi mente. Sin querer, acabo de colarme por donde no era y bajo hasta la misma calle donde la señora me miraba; sigue allí, con dos bolsas de la compra sobre el suelo y aturdida gira la cabeza de un lado a otro, buscando a alguien. Parece asustada y ningún transeúnte la ayuda. Pienso realmente en aparcar y preguntarle si le pasa algo.

Sigo adelante y entró en la rotonda de cuatro caminos. Intermitente a la izquierda. Segunda salida, bien, nadie me ha golpeado. Es una tensión constante entrar en esta rotonda o por lo menos me lo parece a mí, siempre aprieto  con mis manos, llenas de gérmenes de la escalera mecánica, el volante y aguanto la respiración hasta que salgo. Me acuerdo otra vez de la señora y la conciencia se ve afectada. Noto algo de presión. Tengo un wassap. Es Marta. Miro el reloj y son las diez y media. Sigo con el mismo sentimiento de culpabilidad. Atravieso la gasolinera, el hospital, la siguiente rotonda y bajo hasta la rotonda de la Marga. Salgo a la autovía y voy directo a casa de Marta. Ahora mismo suena en la radio del móvil Magnolia Mountain. Estoy enamorado de esta canción. Me hace sentir en otro lugar, como si lo que viese, este viento y lo que pasa de un punto a otro perteneciesen a otro país. Me imagino estar en Texas y como serían de nuevos los polígonos industriales, ese mismo sentimiento que se tiene al llegar a una nueva ciudad y ver en las afueras la Renault y  la Mercedes, y alguna que otra nave más, y sentir la curiosidad de estar llegando a un sitio nuevo, en lugar de ver esa misma nave en la ciudad en que uno vive. Lo mismo ocurriría con aquellos que viviesen en esa ciudad. La verán una y otra vez sin tener la sensación que tienen cuando por ejemplo visitan Santander. En ese caso por supuesto tendrían aquella sensación que describo. Me miro por el retrovisor y pienso en alguna historia, tendría cosas que contar pero me falta la intriga. 

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