Anoche bajé por las escaleras mecánicas. En
frente mío está el plátano (árbol) y a su derecha una señora y me mira y yo la
miro, y de repente se ponen en marcha. El vientecillo de la corriente que se
cuela entre las dos calles roza mi pelo y yo apoyo mis manos en la barandilla.
Siempre pienso en gérmenes saltando por la piel cuando la goma negra toca mi
mano, siempre. Mi madre me lo decía una y otra vez, no toques la barandilla, o
lávate las manos y desde entonces tengo una sensación mala cada vez que toco la
barandilla eléctrica, como de suciedad.
Es
bonito el viento sur, todos los años cuando se acerca septiembre una ráfaga
señala la llegada del tiempo oscuro y a la vez trae un olor a verano, arrastra
las bolsas de pipas y las hojas y saca a los locos de sus casas para hablar en
voz alta de cosas sin sentido. Las escaleras se paran, miro como una rama de
plátano se rompe y cae en mitad de la avenida. Debe de ser la última hora. Subo
andando y mientras subo pienso en el dolor que produciría caer y golpearse la
espinilla con el borde metálico del peldaño. Al llegar arriba saco las llaves
del coche y entro en el Seat arosa. El otro día sin querer, debido a un
movimiento involuntario y absurdo, cuando hablaba por teléfono, metí la llave
en el cenicero y soltó tal chispazo que hizo que se bajaran los plomos de la
batería. Pongo música en el móvil y noto como se me descarga la cabeza. Es el
maldito viento sur. A la vez reconozco que me inspira, acelera mi mente. Sin
querer, acabo de colarme por donde no era y bajo hasta la misma calle donde la
señora me miraba; sigue allí, con dos bolsas de la compra sobre el suelo y
aturdida gira la cabeza de un lado a otro, buscando a alguien. Parece asustada
y ningún transeúnte la ayuda. Pienso realmente en aparcar y preguntarle si le
pasa algo.
Sigo
adelante y entró en la rotonda de cuatro caminos. Intermitente a la izquierda.
Segunda salida, bien, nadie me ha golpeado. Es una tensión constante entrar en
esta rotonda o por lo menos me lo parece a mí, siempre aprieto con mis manos, llenas de gérmenes de la
escalera mecánica, el volante y aguanto la respiración hasta que salgo. Me
acuerdo otra vez de la señora y la conciencia se ve afectada. Noto algo de
presión. Tengo un wassap. Es Marta. Miro el reloj y son las diez y media. Sigo
con el mismo sentimiento de culpabilidad. Atravieso la gasolinera, el hospital,
la siguiente rotonda y bajo hasta la rotonda de la Marga. Salgo a la autovía y
voy directo a casa de Marta. Ahora mismo suena en la radio del móvil Magnolia
Mountain. Estoy enamorado de esta canción. Me hace sentir en otro lugar, como
si lo que viese, este viento y lo que pasa de un punto a otro perteneciesen a
otro país. Me imagino estar en Texas y como serían de nuevos los polígonos
industriales, ese mismo sentimiento que se tiene al llegar a una nueva ciudad y
ver en las afueras la Renault y la
Mercedes, y alguna que otra nave más, y sentir la curiosidad de estar llegando
a un sitio nuevo, en lugar de ver esa misma nave en la ciudad en que uno vive.
Lo mismo ocurriría con aquellos que viviesen en esa ciudad. La verán una y otra
vez sin tener la sensación que tienen cuando por ejemplo visitan Santander. En
ese caso por supuesto tendrían aquella sensación que describo. Me miro por el
retrovisor y pienso en alguna historia, tendría cosas que contar pero me falta
la intriga.
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